Por, María Carolina Ruiz
Después que la tormenta hubiese interrumpido aquella cárcel por toda la tarde, llenando de un aire de tristeza y melancolía todas las celdas de aquel recinto, como la lluvia tiene por función. La noche llegó, tan oscura como las ilusiones de todos los que allí residían, donde no se podía deslumbrar nada, aún así los guardianes no necesitaban de luz alguna, conocían aquel lugar tan fielmente que no necesitaban de ninguna luz para saber cómo iban los pasillos y cómo llegar dentro de ese túnel, a su destino. El silencio maltrataba al aire mismo, y lo único que le quitaba su dureza era un leve murmullo de mujer un poco desesperada, diciendo con voz entre cortada: “Padre nuestro, que estás en los cielos…” de vez en cuando se producía un silencio atroz que parecía cortar el tiempo además del mismo aire, entonces ella seguía con su oración y los guardias podían volver a respirar con tranquilidad.
María Antonieta en un rincón de su celda, su nuevo hogar desde hacía meses, rezaba desesperada sabiendo que esa sería su última noche con vida, le acariciaba suavemente la cabeza al delfín, mientras que sus lágrimas se derramaban suavemente sobre sus mejillas pálidas, aún lloraba por la muerte de su esposo en la guillotina 10 meses antes, y sólo pensaba en su cabeza separada de su cuerpo al día siguiente, y sus hijos llorando su muerte. No podía dejar que la desesperación la consumiera, pero las oraciones parecían no tener ayuda, aquella noche parecía ser la más oscura y la más larga de todas, desde que dormían en aquel lugar. Era la noche en la que se despediría del mundo y todo lo que amaba de este.
La realidad es que ya no le importaban las cosas materiales que algún día tuvo, como Reina de Francia, esa noche lloraba al pensar que dejaría huérfanos a sus pobres dos hijos, ellos que tenían como responsabilidad volver a la normalidad a su país y empezar a gobernar nuevamente, ya sin dictaduras que maltrataran a su pueblo y la libertad de cada uno de los habitantes. Ellos ya habían aprendido la lección, lo primero que debían hacer era ayudar a los menos favorecidos, a los más pobres, pues eran ellos los que le daban a la corona la nobleza que en verdad valía la pena.
En las celdas había rumores de varios, que como su esposo, el Rey, habían sido enjuiciados y ejecutados en la guillotina, nadie podía estar a favor de la familia real porque conllevaría quedarse sin cabeza. Ya muchas madres, y muchas esposas lloraban a sus hombres, que compartían la injusticia que se le hacía al rey y a su familia, ahora como en esa noche, toda Francia que estaba a favor de los reyes era sólo silencio. Los opositores, que como principio tenían la igualdad, la fraternidad y la justicia, se jactaban de querer condenar a la Reina, por todo el daño que ella le había hecho al pueblo hambriento de Francia, porque con ello acabarían con la familia real y así lograrían ser un pueblo libre.
Empezó a amanecer, el dolor crecía en el corazón de María Antonieta, y mientras el tiempo en su recorrido infernal seguía, ella contaba cuántos serían los últimos latidos que daría su corazón, empezó a tomar fuerza, al salir el sol, llamó a sus hijos y con una voz de general, les dijo que ellos jamás podrían dejar que su pueblo sufriera todo lo que ella y su padre habían dejado, lo primordial era la comida del pueblo, y luego se vería como se ayudaba al resto de naciones que deseaban independizarse, ella siempre estaría en su corazón, y en la eternidad del infinito estaría sus ojos pendientes de cuidarlos. Pero que debían tener fuerza, pues ella no volvería y sólo tenía aquel momento para recordarles cuánto los amaba.
Las rejas se abrieron, dos guardias la tomaron de los brazos y se la llevaron amarrada de manos. Al salir, el sol la encegueció pero eso no le hizo ignorar los aplausos y las aclamaciones del pueblo francés, todos los que estaban allí deseaban su muerte. Cuando por fin estuvo al frente de la guillotina, detrás del sol, pudo ver a toda la gente que se encontraba esperando su fin, se les pidió algunas palabras, ella dijo “nada” y seguidamente le quitaron el turbante que le cubría su cabellera, de hay salió un mechón blanco como la ceniza, sus rizos dorados como el sol se habían difuminado, dejando un pelo tan pálido como la misma cara de la Reina.
Entonces la agacharon y en un solo segundo sin esperar a que el público tomase aire, la cabeza desprendida cayó al suelo con un golpe fuerte y estruendoso, el verdugo levantó la cabeza de la Reina, pero en vez de que hubiese alguna algarabía, los franceses hicieron un minuto de silencio, al darse cuenta que la muerte en realidad no dejaba ningún sentimiento de libertad, sino que más bien dejaba un sabor amargo y sofocante en mitad de la garganta, en realidad no había sido necesario de matar a esta mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario